Hay en Toledo una calle estrecha, torcida y oscura, que guarda tan
fielmente la huella de las cien generaciones que en ella han habitado;
que habla con tanta elocuencia a los ojos del artista, y le revela
tantos secretos puntos de afinidad entre las ideas y las costumbres de
cada siglo, con la forma y el carácter especial impreso en sus obras más
insignificantes, que yo cerraría sus entradas con una barrera, y
pondría sobre la barrera un tarjetón con este letrero:
“En
nombre de los poetas y de los artistas, en nombre de los que sueñan y de
los que estudian, se prohíbe a la civilización que toque a uno solo de
estos ladrillos con su mano demoledora y prosaica.”
Cuando por primera vez fuí a Toledo, mientras me ocupé de sacar algunos apuntes de San Juan de los Reyes, tenía precisión de atravesarla todas las tardes para dirigirme al convento desde la posada con honores de fonda en que me había hospedado.
Casi siempre la atravesaba de un extremo a otro, sin encontrar en ella a una sola persona, sin que turbase su profundo silencio otro ruido que el ruido de mis pasos. Algunas veces me parecía cruzar por en medio de una ciudad desierta, abandonada por sus habitantes desde una época remota.
Una tarde, sin embargo, al pasar frente a un caserón antiquísimo y oscuro, me fijé casualmente en una de las ventanas. Ya de por sí era digna de llamar la atención por su caracter, pero lo que más poderosamente contribuyó a que me fijase en ella, fue notar que al mirarla, las cortinillas de tela ligera y transparente se habían levantado un momento para volver a caer, ocultando a mis ojos la persona que sin duda me miraba en aquel instante.
Seguí mi camino preocupado con la idea de la mujer que había levantado la cortina, porque indudablemente a aquella ventana solo una mujer podía asomarse, y entiéndase cuando digo mujer, que se supone joven y bonita.
Pasé otra tarde apretando los tacones, que se respondían dos o tres ecos; miré a la ventana y la cortinilla se volvió a levantar. Con la imaginación me pareció descubrir un bulto, de una mujer, en efecto.
¡Cuánto no soñaría yo con aquella ventana y aquella mujer! Yo ya la conocía; ya sabía cómo se llamaba y hasta cual era el color de sus ojos ¡Oh! ¡Cuántas locuras, cuánta poesía despertó en mi alma aquella ventana mientras permanecí en Toledo!...
Un día pesaroso y cabizbajo, guardé todos mis papeles en la cartera; me desprendí del mundo de las quimeras, y tomé un asiento en el coche para Madrid.
Antes de que se hubiera perdido en el horizonte la más alta de las torres de Toledo, saqué la cabeza por la portezuela para verla otra vez y me acordé de la calle.
Al volver a mi asiento, saqué un lápiz y apunté una fecha, la primera, la fecha de la ventana.
II
Al cabo de algunos meses volví a encontrar ocasión de marcharme por tres o cuatro días. Limpié el polvo de mi cartera de dibujo, y provisto de una mano de papel, media docena de lápices y unos cuantos napoleones, me encajoné en un vehículo para recorrer el camino hasta Toledo.
Ya instalado en la histórica ciudad, dejé transcurrir en largos y solitarios paseos entre sus barrios más antiguos la mayor parte del tiempo de que podía disponer para mi pequeña expedición artística, encontrando un verdadero placer en perderme en papel confuso laberinto de callejones sin salida, calles estrechas, pasadizos oscuros y cuestas empinadas e impracticables.
La última tarde, no sabré decir siquiera por qué calles llegué hasta una plaza grande, desierta, olvidada al parecer aun de los mismos moradores de la población, y como escondida en uno de sus más apartados rincones.
Pero el verdadero punto culminante del panorama, el edificio que le daba el tono general, se veía alzarse en el fondo de la plaza, más caprichoso, más original, infinitamente más bello en su artístico desorden que todos los que se levantan a su alrededor.
-¡He aquí lo que yo deseaba encontrar! –exclamé al verle; y sentándome en un pedrusco, colocando la cartera sobre mis rodillas y afilando un lápiz de madera, me apercibí a trazar, aunque ligeramente, sus formas irregulares y estrambóticas para conservar por siempre su recuerdo.
La brisa del crepúsculo comenzaba a acariciar mi frente, cuando absorto en las ideas que de improviso me habían asaltado, al contemplar aquellos silenciosos restos de otras edades, más poéticas que la material en que vivimos y nos ahogamos en pura prosa, dejé caer de mis manos el lápiz y abandoné el dibujo, recostándome en la pared que tenía a mis espaldas y entregándome por completo a los sueños de la imaginación.
Cuando de pronto di un salto sobre mi asiento, y pasándome la mano por los ojos para convencerme de que no seguía soñando, incorporándome como movido de un resorte nervioso, fijé la mirada en uno de los altos miradores del convento. La había visto, no me puede caber duda, la había visto perfectamente, una mano blanquísima que saliendo por uno de los huecos de aquellos miradores de argamasa, semejantes a tableros de ajedrez, se había agitado varias veces como saludándome con un signo mudo y cariñoso.
En balde esperé la noche, clavado en aquel sitio y sin apartar un punto los ojos del mirador; inútilmente volví muchas veces a ocupar la oscura piedra que me sirvió de asiento la tarde en que vi aparecer aquella mano misteriosa, objeto ya de mis ensueños de la noche y de mis delirios del día. No la volví a ver más…
Y llegó al fin la hora en que debía marcharme de Toledo, dejando allí, como una carga inútil y ridícula, todas las ilusiones que en su seno se habían levantado en mi mente. Torné a guardar los papeles en mi cartera con un suspiro; pero antes de guardarlos escribí otra fecha, la segunda, la fecha de la mano.
III
Desde que tuvo lugar la extraña aventura que he referido, hasta que volví a Toledo, transcurrió cerca de un año, durante el cual no dejó de presentárseme en la imaginación su recuerdo, al principio a todas horas y con todos sus detalles; despues con menos frecuencia, y por último con tanta vaguedad, que yo mismo llegué a creer algunas veces que había sido juguete de una ilusión o de un sueño.
No obstante, apenas llegué a la ciudad que con tanta razón llaman algunos la Roma española, me asaltó nuevamente, y llena de él la memoria salí preocupado a recorrer las calles, sin camino cierto, sin intención preconcebida de dirigirme a ningún punto fijo.
El cielo cerraba cada vez más oscuro; el aire soplaba con más fuerza y más ruido, y había comenzado a caer en gotas menudas una lluvia de nieve deshecha, finísima y penetrante, cuando sin saber por donde, pues ignoraba aún el camino, y como llevado allí por un impulso al que no podía resistirme, impulso que me arrastraba misteriosamente al punto a que iban mis pensamientos, me encontré en la solitaria plaza que ya conocen mis lectores.
Contemplé por algunos instantes el sombrío convento, en aquella ocasión más sombrío que nunca a mis ojos; y ya me disponía a alejarme, cuando hirió mis oídos el son de una campana, una campana de voz cascada y sorda, que tocaba pausadamente, mientras le acompañaba, formando contraste con ella, una especie de esquiloncillo que comenzó a voltear de pronto con una rapidez y un tañido tan agudo y continuado, que parecía como acometido de un vértigo.
Varié de idea; y en vez de alejarme de aquel lugar, llegué a la puerta del templo y pregunté a uno de los haraposos mendigos que había sentados en sus escalones de piedra:
-¿Qué hay aquí?
-Una toma de hábito – me contestó el pobre, interrumpiendo la oración que murmuraba entre dientes, para continuarla después, aunque no sin haber besado antes la moneda de cobre que puse en su mano al dirigirle mi pregunta…
Jamás había presenciado esta ceremonia; nunca había visto tampoco el interior de la iglesia del convento. Ambas consideraciones me impulsaron a penetrar en su recinto.
La ceremonia había comenzado hacía bastante tiempo y estaba a punto de concluir. Los sacerdotes que oficiaban en el altar mayor, bajaban en aquel momento las gradas, cubiertas de alfombras, envueltos en una nube de incienso azulado que se mecía lentamente en el aire, para dirigirse al coro, en donde se oía a las religiosas entonar un salmo.
Yo también me encaminé hacia aquel sitio con el objeto de asomarme a las dobles rejas que lo separaban del templo. Afán inútil: a través de los cruzados hierros, muy poco o nada podía verse.
Hasta aquel momento no pude distinguir, entre las otras sombras confusas, cual era la de la virgen que iba a consagrarse al Señor.
¿No habéis visto nunca en esos últimos instantes del crepúsculo de la noche levantarse de las aguas de un río, del haz de un pantano, de las olas del mar o de la profunda cima de una montaña, un jirón de niebla que flota lentamente en el vacío, y, alternativamente, ya parece una mujer que se mueve y anda y deja volar su traje al andar, ya un velo blanco prendido en la cabellera de alguna silfa invisible, ya un fantasma que se eleva en el aire cubriendo sus huesos amarillos con un sudario, sobre el que se cree ver dibujadas sus formas angulosas? Pues una alucinación de ese género experimenté yo al mirar adelantarse hacia la reja, como desasiéndose del fondo tenebroso del coro, aquella figura blanca , alta y ligerísima.
Reinó un profundo silencio; todos los ojos se fijaron en ella, y comenzó la última parte de la ceremonia.
Yo estaba conmovido; no, conmovido no, aterrado. Creí presenciar una cosa sobrenatural, sentir como que me arrancaban algo preciso para mi vida, y que a mi alrededor se formaba el vacío; pensaba que acababa de perder algo, como un padre, una madre o una mujer querida, y sentía ese inmenso desconsuelo que deja la muerte por donde pasa, desconsuelo sin nombre, que no se puede pintar, y que solo pueden concebir los que lo han sentido…
La abadesa le vistió el hábito, las monjas tomaron en sus manos velas encendidas y, formando dos largas hileras, la condujeron como en procesión hacia el fondo del coro.
Allí, entre las sombras, vi brillar un rayo de luz: era la puerta claustral que se había abierto. Al poner el pie bajo su dintel, la religiosa se volvió por vez última hacia el altar. El resplandor de todas las luces la iluminó de pronto, y pude verle el rostro. Al mirarlo tuve que ahogar un grito. Yo conocía a aquella mujer; no la había visto nunca, pero la conocía de haberla contemplado en sueños; era uno de esos seres que adivina el alma y los recuerda acaso de otro mundo mejor, del que, al descender a este, algunos no pierden del todo la memoria.
Di dos pasos adelante; quise llamarla, quise gritar, no sé, me acometió como un vértigo, pero en aquel instante la puerta claustral se cerró… para siempre. Se agitaron las campanillas, los sacerdotes alzaron un ¡Hosanna!, subieron por el aire nubes de incienso, el órgano arrojó un torrente de atronadora armonía por cien bocas de metal, y las campanas de la torre comenzaron a repicar, volteando con una furia espantosa.
-Tal vez era sola en el mundo –dije; y no pude contener una lágrima.
-¡Dios te dé en el claustro la felicidad que no te ha dado en el mundo! – Exclamó al mismo tiempo una vieja que estaba a mi lado, y sollozaba y gemía agarrada a una reja.
-¿La conoce usted? – le pregunté.
-¡Pobrecita! Si, la conocía. Y la he visto nacer y se ha criado en mis brazos.
-¿Y por qué profesa?
-Porque se vió sola en el mundo. Su padre y su madre murieron, en el mismo día, del cólera hace poco más de un año. Al verla huérfana y desvalida, el señor deán le dio la dote para que profesase; y ya veis… ¿qué había de hacer?
-¿Y quién era ella?
-Hija del administrador del conde de C…, al cual serví yo hasta su muerte.
-¿Dónde vivía?
Cuando oí el nombre de la calle, no pude contener una exclamación de sorpresa.
Un hilo de luz, ese hilo de luz que se extiende rápido como la idea y brilla en la oscuridad y la confusión de la muerte, y reúne los puntos más distantes y los relaciona entre sí de un modo maravilloso, ató mis vagos recuerdos, y todo lo comprendí, o creí comprenderlo…
Esta fecha, que no tiene nombre, no la escribí en ninguna parte…Digo mal: la llevo escrita en un sitio en que nadie más que yo la puede leer, y donde no se borrará nunca.
-¿Algún día, en esa hora misteriosa del crepúsculo, cuando el suspiro de la brisa de primavera, tibio y cargado de aromas, penetra hasta en el fondo de los más apartados retiros, llevando allí como una ráfaga de recuerdos del mundo. Sola, perdida en la penumbra de un claustro gótico, la mano en la mejilla, el codo apoyado en el alféizar de una ojiva, habrá exhalado un suspiro alguna mujer al cruzar su imaginación la memoria de esas fechas?
¡Quién sabe!
¡Oh! Y si ha suspirado, ¿dónde estará ese suspiro?
Gustavo Adolfo Bécquer.
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