En esta entrada especial de Semana Santa, hemos querido transcribir un artículo que Gustavo Adolfo Bécquer publicó en la revista "El museo universal" del 28 de marzo de 1869, alabando la Semana Santa de Toledo incluso por encima de la de su Sevilla natal. Es curiosísimo leer este artículo y poder comprender los sentimientos e impresiones de hace más de 145 años.
El museo universal Núm. 13, Madrid 28 de marzo de 1869, Año XIII
"Al tratar de las solemnidades religiosas con que en estos días conmemora la Iglesia la pasión y muerte del Redentor del mundo, ocurren naturalmente los nombres de Toledo y Sevilla, ciudades ambas famosas, así en España como fuera de ella, por la magnificencia y el aparato que en sus templos y catedrales desplega el culto católico.
Algunos escritores, concentrándose
particularmente a las ceremonias y cofradías de la Semana Santa, han
intentado hacer comparaciones entre las de una y otra ciudad; pero lo
cierto que, si bien en ellas puede hallarse un notabilísimo contraste,
de ningún modo cabe la comparación: tan diverso es el espectáculo que
ofrecen y el sello especial que las caracteriza.
Los que han tenido ocasión de visitar ambas ciudades en esta época del año y las han estudiado con alguna detención, no podrán menos de sentir y apreciar como nosotros el contraste que resulta de la aproximación de sus recuerdos.
Sevilla la llana, donde la primavera que se anticipa al calendario llena ya el aire de luz y perfumes, con su blanco caserío, sus celosías verdes, sus balcones enredados de madreselva y su cielo azul, con un sol de fuego que derrama la claridad a mares; Sevilla la alegre y la bulliciosa, con su plaza Nueva, guarnecida de una guirnalda de naranjos en flor; la muchedumbre que se agita en su ámbito, y por entre la cual desfilan, al compás de las músicas, aquellos miles de elegantes y perfumados penitentes de todos hábitos y colores, blancos, negros, rojos y azules, repartiendo a las niñas dulces de sus canastillos y arrastrando luengas colas de terciopelo o de seda; las andas cubiertas de flores y de luces, las imágenes cargadas de oro y pedrería, los coros de ángeles engalanados de plumas, flecos y oropel, las cohortes romanas con airones de papagayo, armaduras de hoja de lata y calzas de punto color de carne como saltimbanquis o los bailarines; todo, en fin, lo que en ella se agita y se reluce y suena durante esos días clásicos, ofrece un conjunto en que se mezcla y confunde lo profano con lo religioso, de manera que tiene a intervalos el aspecto de una ceremonia grave o la vanidad de un espectáculo público con sus puntas y ribetes de bufonada.
El fondo que a estas ceremonias presta Toledo es, desde luego, muy distinto y de más propio carácter. Asentada sobre las escarpadas rocas que rodean el Tajo, retorciéndose entre los peñascos y ruinas, envuelta aun en las opacas nieblas del invierno, o azotada por los vendavales, sus calles sombrías, tortuosas y empinadas, sus denegridos torreones, sus vetustos muros y las musgosas paredes, restos imponentes de iglesias derruidas o monasterios abandonados, dan una tinta melancólica y grave al severo cuadro que ofrece esta solemnidad. En el tránsito de sus cofradías rara vez se aglomera esa muchedumbre ruidosa e inquieta que acude a todo género de reuniones, más por lucir las galas y ver y ser vista, que llevadas de la curiosidad, la devoción o el entusiasmo. Las largas hileras de penitentes negros y los guardadores del sepulcro vestidos de hierro, pasan silenciosos con sus cruces, sus pendones y sus alabardas, deslizándose por entre los anchos salientes de sombra de los edificios como una procesión de gentes de otra edad evocados en nuestra merced a un misterioso conjuro.
Desde que el camino de hierro ha puesto la ciudad imperial casi a las puertas de Madrid, aumenta de año en año y de manera sensible el número de viajeros que acuden en esta época a presenciar las ceremonias y cofradías que han hecho célebre su Semana Santa. No obstante, en otro país cualquiera sería este número mucho mayor, atendido que al interés que la solemnidad religiosa ofrece, se une el de visitar una población tan llena de recuerdos históricos y monumentos del arte, que no sin razón se ha llamado la Roma española.
Sirve, en efecto, de magnífico prólogo, y prepara convenientemente el ánimo a la representación del sublime drama el espectáculo de aquel montón de ruinas y monumentos en que se ve trazado a rasgos todo el gran período histórico que abarca el desarrollo de la idea cristiana. En derredor de los muros, y al través de las calles de Toledo, el arte nos va explicando la historia escrita por él en páginas de piedra, que hablan a un tempo a la razón y al sentimiento.
Los vestigios del circo romano recuerdan los tiempos de los primeros mártires, cuya sangre fue la última a empapar la arena antes teñida con la impura de los gladiadores paganos y desde aquel punto santificada.
Semana Santa en Toledo |
Una piedra
colocada sobre la tierra removida, humilde sepultura de una virgen que
murió por la fe de Cristo, sirvió más tarde de cimiento a la Basílica de
Santa Leocadia, la cual, aunque con otra forma, con la misma
advocación, permanece aún en pie desde los primeros siglos de la
Iglesia, allí donde se elevaban las fábricas suntuosas, de las que con
dificultad se encuentra el rastro entre las ortigas y los cardos
silvestres de la desolada llanura. Los muros de Wamba, la misma Basílica
y los cíclopes cimientos de palacios derruidos, traen a la memoria el
pasado esplendor de la monarquía goda, cuyos reyes, prelados y próceres
echaron el cimiento en sus famosos concilios del código más perfecto de
su época, patentizando así el poderoso influjo de la nueva idea que
había convertido en grandes pueblos aquellas hordas semisalvajes, que
después de hacer girones el imperio romano se lo repartieron como un
botín de guerra. Huellas de la sangrienta y porfiada batalla que durante
siglos sostuvieron en nuestro país los soldados de la cruz y los
sectarios de Mahoma se ven por todas partes. Aquí los templos en que al
través de la dominación sarracena guardaron incólumes los muzárabes el
sagrado depósito de la fe de sus mayores; allá mezquitas convertidas en
iglesias católicas, y harenes moriscos transformados en austeros
claustros; más lejos, monumentos que, como la puerta de Valmardón y el
Cristo de la Luz, nos hablan de la reconquista. Un sinnúmero de
edificios, monasterios y fundaciones piadosas aparecen a los ojos del
que conoce la historia de su fundación, como otros tantos arcos de
triunfo que recuerdan un hecho heroico o una señal de victoria,
descollando entre todos ellos el magnífico San Juan de los Reyes,
erigido después del combate en que, como en un juicio de Dios, se
decidió de la sucesión al trono de Castilla, y que con sus grillos y
cadenas entrelazados en los sillares del ábside, pregonan los altos
hechos de la recuperación de Ronda, Málaga y Granada. La Catedral, por
último, prodigio del arte que cinco generaciones levantaron como
testimonio del levantado espíritu que las animaba, de la medida de lo
que es capaz un pueblo que espera y cree, y con la conciencia de su
inmortalidad emprende obras que aspira a hacer eternas, realizando las
palabras del Evangelio: "La fe hace andar montañas."
El viajero que conducido en el tren de Madrid cambia por completo decoración en menos de tres horas, y se encuentra en el Zocodover con tan extraña procesión de figuras que parecen arrancadas de un tapiz antiguo, nada de particular tiene que la encuentre algo fuera de época, y pareciéndole poco menos que ridículos los penitentes, con sus altas caperuzas negras, los rostros cubiertos por el antifaz y las inmensas colas tendidas por el suelo, los soldados de las escuadra, que más bien que guerreros vestidos de sus arreos de batalla parecen, vistos a la luz del día, maniquís ambulantes que arrastran aún trabajosamente y como por escarnio, las colosales piezas de hierro de las arrinconadas armaduras de otra raza membruda y gigantesca. Hasta las imágenes de las andas pueden parecer a un purista en las artes, de un realismo tal, que casi degenera en lo grotesco. No lo extrañamos, volvemos a repetir. Cuando se cambia súbitamente de atmósfera, el pulmón experimenta cierta fatiga, hasta acostumbrarse. La inteligencia vive en un medio intelectual que no puede tampoco cambiarse de improviso sin que experimente alguna perturbación. Hoy, que tanto se habla de libertad de cultos y de iglesias nuevas con ritos más sencillos y severos; hoy, que casi todos miran adelante y casi ninguno vuelve la vista atrás de buena fe, no para retroceder por donde se ha venido, sino para saber a ciencia cierta, por la comparación de lo andado, en qué punto del camino se encuentra la sociedad española, al llegar del centro en que bullen y se agitan todas las nuevas ideas, ¿cómo no ha de parecernos natural que asome a los labios una sonrisa de compasión ante el espectáculo que la vieja Toledo ofrece en estos días a la curiosidad de los viajeros empapados en el espíritu práctico y positivista de su siglo? Pero cruzad durante algunas horas por las revueltas calles de la población, hasta que, a pesar vuestro, os empapéis en la atmósfera de la gravedad melancólica que hace respirar sus ruinas; aguardad a que el día comience a caer, a que las dentelladas crestas de las balaustradas ojivales de la Catedral se dibujen obscuras sobre el cielo del crepúsculo, y en la gótica torre suene el toque de oraciones en la colosal campana cuyo tañido truena y zumba como una voz apocalíptica, y ved esa misma procesión cuando, de vuelta al templo cruza por una de las calles características de la ciudad. Las sombras envuelven el fondo, el resplandor de las hachas arroja sobre los muros la fantástica silueta de los penitentes, cuyos pasos se sienten en el silencio con un rumor semejante al del agua que cae y resbala sobre las hojas: las imágenes de andas se dibujan confusas y semejan gentes vivas que miran y ven con sus ojos de vidrio, causando la impresión de algo que, semejante a la visión del sueño, flota en el mundo real y el imaginario: el Cristo del descendimiento se balancea suspendido en el aire, las ropas de los que la bajan se agitan al soplo del viento: la ilusión es completa. No se trata ya del arte puro que se eleva a las regiones de la estética y del idealismo, sino de otra cosa que va a herir profundamente las fibras de la multitud y a buscar en ellas la vibración del sentimiento con medios apropiados en genialidad y en carácter. Por último, se ve lanzar chispas de luz de las armaduras, y se oyen crujir los hierros al compás de los pasis. Aquellas armaduras estuvieron acaso en Granada, Italia y en Orán; bajo aquellos celestes salieron corazones llenos de fe, de entusiasmo y de patriotismo. ¡Parece que los hombres que las ceñían han dejado el lecho de piedra donde duermen a la sombra de los altares, para cruzar una vez más las estrechas calles de Toledo, donde aún podrían reconocer las portadas y los escudos de sus casas solariegas! La imaginación se remonta desde aquella apariencia de realidad al ancho espacio en que campea y domina como dueña y señora, y reconstruye todo el pasado y lo siente y lo admira en lo que tenía de admirable.
Considerada bajo este punto de vista la Semana Santa de Toledo, no admite parangón con ninguna otra."
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