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Isabel la Católica: Reina grande de España (I).

Aprovechando el tirón que está teniendo la serie televisiva, he decidido indagar un poco más (si cabe) en la vida de Isabel de Castilla. Al ser una vida tan intensa, lo dividiré en tres partes: el antes de su matrimonio con Don Fernando de Aragón, el después de su matrimonio hasta el momento antes del inicio de la Guerra de Granada y, por último, desde el inicio del conflicto granadino hasta su fallecimiento. Espero que, con esta pequeña aportación, se comprenda mejor la vida de esta gran mujer y, por supuesto, podamos ver si la serie se aproxima a la realidad.

Anónimo. Retrato de la Reina Isabel I de Castilla
(s. XVII). 
En el siglo XV, los Reyes de Castilla no tenían una capital fija para la Corte, por lo que habitaban palacios y fortalezas en distintas ciudades —Segovia, Valladolid, Madrid, Medina del Campo, Madrigal de las Altas Torres, Cuéllar y Escalona—. Fue en Madrigal de las Altas Torres donde vino al mundo Isabel de Castilla el Jueves Santo de 1451, es decir, el 22 de abril. Su padre, Juan II, anunció su nacimiento al día siguiente a los Consejos con la frase profética: 
"Os lo digo para que podáis dar gracias a Dios"

El Doctor Toledo, el médico que probablemente asistió a su nacimiento y que la acompañó muchos años y la trató de sus dolencias, dijo en su Diario:
Nasció la Sacta Reina Católica Doña Isabel, su segunda mujer, en Madrigal, jueves XXII de Abril, IIII horas e II tercios de hora después de mediodía, MCCCCLI años.


Cuando Isabel contaba con tres años de edad, su padre, Juan II, falleció, y la Reina viuda, Doña Isabel de Portugal, estableció su residencia en Arévalo, ciudad que le había dado el Rey, toda amurallada y punto céntrico de las Castillas. Allí vivió junto a su madre y su hermano, el infante Don Alfonso, dos años menor que Isabel. El Rey había dejado órdenes de que, a su muerte, la educación de sus hijos estuviera, bajo la supervisión de la madre, a cargo de sus tres testamentarios: fray Lope de Barrientos, el prior Gonzalo de Illescas y su camarero, Juan de Padilla. La Reina puso gran esmero en la educación de su hija y quiso formarla ella misma, aconsejarla con su experiencia y, poco a poco, inculcarle costumbres santas, sólida piedad y temor de Dios. La niña Isabel, querida de cuantos la rodeaban por su belleza e inteligencia, mostraba un talento extraordinario así como una habilidad sorprendente en todas las enseñanzas que iba recibiendo.

No obstante, la tristeza y la mansa locura de su madre, siempre cubierta de luto con traje monjil, y con la angustia de su enfermedad, no crearon un ambiente agradable en el palacio de Arévalo. Fue allí donde aprendió las ciencias y labores que se enseñaba a las mujeres nobles: la música —a la que siempre mostró afición como toda la dinastía Trastámara— y la costura —especialmente el bordado—. También aprendió lo que no se solía estudiar entonces, como el francés o el italiano o la equitación.

Sin embargo, de su madre aprendió, sobre todo, a orar, a oír misa cada día y la modestia y compostura en el vestir, que fue el mejor apoyo de su belleza durante toda su vida. Doña Isabel de Portugal procuró grabar en el alma de su hija la imagen de Dios para que iluminase sus caminos.

Cuando contaba con sólo diez años, y estando aún en Arévalo, recibe la visita del rey Enrique IV —hermano de Doña Isabel de Portugal— y dos de los personajes más poderosos del Reino, quienes le manejaban a su antojo. Estos dos personajes eran Juan Pachecho —Marqués de Villena— y Don Pedro Girón —gran Maestre de la Orden de Calatrava—. Su visita llevaba la intención de llevarse a Isabel y Alfonso a Segovia, al Alcázar, donde los Reyes de entonces aprendían las costumbres cortesanas. Doña Isabel de Portugal no tuvo más remedio que acceder y quedó sin sus dos hijos y rodeada de tristeza.

Ya en Segovia, Isabel tuvo que convivir con la esposa de Enrique IV, Doña Juana de Portugal, dotada de gran belleza. La Reina Juana invitaba continuamente a Isabel a lucir su belleza en las fiestas de la Corte, al igual que hacían todas sus damas, pero la prudencia de Isabel a los doce años la hacía mantenerse separada de tales actos. 

A los trece años, el Rey la envió una temporada a Maqueda, donde entabló amistad con Beatriz, una de las dos hijas de Pedro de Bobadilla —alcaide de Arévalo—. Beatriz fue, para Isabel, un hallazgo espléndido, puesto que se convirtió, en poco tiempo, en su gran amiga. Beatriz realizará heroicidades por Isabel y llegará incluso a exponer su vida por ella. Isabel, a su vez, correspondió de igual manera por lo que en Castilla se oía decir al pueblo el siguiente dicho:
"En Castilla, después de la Reina, Beatriz de Bobadilla".

Al poco tiempo, Isabel tuvo que volver a Segovia y pidió a Pedro de Bobadilla que permitiese a sus hijas ir con ella como damas de honor.

MORALES, J. A. Retrato de Isabel la Católica.
Antiguamente, y sobre todo en el ámbito de la realeza, se celebraban los esponsales en edad temprana y se prometían en matrimonio. A veces, incluso con sólo dos o tres años. En el caso de Isabel, su belleza y encanto llamaba la atención de muchos y, a los trece años, ya fue pretendida por el Rey Alfonso V de Portugal "el Africano", veintidós años mayor que ella. No obstante, Isabel era inteligente y bastante hábil, consiguiendo evitar tal unión apoyándose en las leyes de Castilla, que prohibían a las infantas contraer matrimonio sin el visto bueno de los nobles del Reino.

Con el año 1465, todos los poderosos se habían unido para desgarrar el reino de Castilla y tanto Isabel como Alfonso eran el centro de las miradas. Los nobles y poderosos de Castilla se levantaron contra su propio Rey: exigen que se les entregue a Alfonso para custodiarle y, en julio de ese mismo año, logran proclamarle Rey en Ávila. Mientras tanto, Isabel estaba con la reina Juana y con Don Enrique, que la llevan de una ciudad a otra: de Salamanca a Medina y viceversa. De hecho, es en Salamanca donde recibe la noticia de la escena en Ávila.

Más tarde, el Rey viaja a Simancas en compañía de Isabel, donde, de nuevo, pretende hacerla casar con el Rey portugués. No obstante, el mayor peligro no era ese, sino el Marqués de Villena, que jugaba con el Rey vendiendo Castilla y pretendía hacerla casar con Don Pedro Girón, el Gran Maestre de la Orden de Calatrava, hombre  libertino y depravado, y dueño, además, de grandes riquezas.

Yendo hacia Ocaña, donde se iba a celebrar la ceremonia, Isabel lloraba y rezaba junto a su amiga Beatriz para que el casamiento no tuviera lugar, llegando a pedir incluso la muerte del Gran Maestre. Repentinamente, y llegando Don Pedro Girón a Ocaña, enferma y fallece debido a una repentina apendicitis y, por tanto, Isabel se libra de nuevo de un matrimonio no deseado.

Continuaba la guerra entre sus dos hermanos, Enrique IV y Alfonso. El Rey, mientras tanto, la tenía como rehén, volviéndosela a llevar a Segovia. Tras muchas incertidumbres y rumores, un día de otoño de 1467, los soldados de Alfonso —también conocidos como la Liga de Nobles— toman Segovia. Isabel logra escapar y se reúne con su hermano Alfonso en Arévalo, donde permanecerían tranquilos hasta que reciben una inesperada noticia: la ciudad de Toledo se había inclinado a favor de Enrique IV. Los magnates que aconsejan y guían a Alfonso, le indican la conveniencia de acudir a Toledo en persona para atraer aquella importante ciudad. Alfonso acepta y su hermana decide acompañarle en tal viaje.

Salen de Medina del Campo el 29 de junio. Pasan la llanura castellana y, poco antes de llegar a Ávila, deciden pasar la noche en Cardeñosa. Cansados de la jornada, Alfonso se acuesta después de cenar y, al día siguiente —5 de julio de 1468—, amanece muerto. Tenía quince años. Sin el hermano al que tanto quería y con los tiempos tan revueltos como estaban, Isabel se ve sola y con el corazón roto.

Tras dar sepultura a su hermano en la iglesia franciscana de Arévalo, Isabel decide buscar refugio en el convento de Religiosas Bernardas, en Santa Ana de Ávila. Allí recibe la visita del Arzobispo de Toledo, quien le trae las intenciones de los nobles del Reino de declararla Reina de Castilla. Sin embargo, Isabel no tenía intención alguna de darles su conformidad mientras viviese su hermano Enrique:
"Mucho soy maravillada de vos y de tanta premura. Tengo jurado no aceptar viviendo mi hermano".
Isabel continuó su retiro en el convento hasta el 18 de septiembre de 1468, cuando tuvo lugar la reunión —Concordia de Guisando— en la que Enrique IV le otorgó el título de Princesa de Asturias, en la Venta de Toros de Guisando. De este modo, Isabel fue nombrada heredera legítima del trono de Castilla, por delante de Juana. Para que las Cortes del Reino aceptasen tal nombramiento, el Rey dispuso que Isabel viajase a Ocaña.

Placa conmemorativa del Tratado de los Toros de Guisando en El Tiemblo (Ávila)

No imaginó Isabel que Ocaña iba a ser un tormento y casi una prisión, pues empezó a recibir peticiones de matrimonio de príncipes extranjeros. Entre ellos, estaría (otra vez) el Alfonso V de Portugal pero, esta vez, buscó como apoyo al Marqués de Villena, quien manejaba a su antojo a Enrique IV. De hecho, fue Enrique IV quien decidió recluirla en Ocaña y desheredarla si no accedía a casarse con el monarca luso. Pedirían también su mano, respectivamente, el Duque de Berry (Francia) y Don Fernando —hijo del Rey Juan II de Aragón—. Isabel, por su parte, solía informarse sobre las cualidades de sus pretendientes, normalmente, gracias a emisarios personales.

Isabel prefería a Fernando de Aragón de entre todos sus pretendientes. No obstante, Isabel pidió consejo a los Prelados para saber quién le convenía para el bienestar de sus pueblos. El Arzobispo de Toledo la ayudaba en todo lo posible, pues no se fiaba para nada del Rey Enrique IV. De hecho, su Capellán, Alonso de Coca, junto a casi todos los Prelados y nobles, dieron el visto bueno al matrimonio con el Príncipe aragonés.

La decisión de volver a negarse al matrimonio con Alfonso V de Portugal supuso un gran disgusto para Enrique IV. Además, esta negación fue entendida como desobediencia al monarca, debido a los términos del Pacto de Guisando —Isabel podía elegir con quién se desposaría siempre y cuando el Rey diera su consentimiento—. En caso de incumplir estos términos, Enrique IV podría pedir la anulación de este pacto.

Mientras esto ocurría, Fernando de Aragón había enviado a su bella prometida, como presente de esponsales, el valioso collar de balajes —maravillosa joya histórica de la Casa de Aragón hecha con rubíes—. En cuanto encontró la situación perfecta —el Rey Enrique IV había marchado a Andalucía junto al Marqués de Villena—, Isabel marchó hacia Madrigal, donde la esperaba su madre tras haberle arrebatado la villa de Arévalo. Estando allí, llega una embajada de Francia —encabezados por el Cardenal de Albi— para pedirla en matrimonio para el Duque de Berry. Doña Isabel de Portugal, ante tal petición, contestó que la Infanta era libre para escoger por sí misma. Fue entonces cuando Isabel se dirigió al Cardenal de Albi en francés diciéndole que, ante todo, ella remitía a Dios, que en sus negocios, y especialmente en éste que tanto le tocaba, mostrase su voluntad, y le enderezase para aquello que fuese a su servicio y bien de estos Reinos. Ante esto, el Cardenal intentó convencerla con su elocuencia pero, Isabel, suavemente y con firmeza, mantuvo su negativa. La consecuencia fue que el Cardenal marchase malhumorado para Francia ante tal despropósito.

Durante estos días, Enrique IV y el Marqués de Villena se enteran de que Isabel no se encuentra en Ocaña y el Rey ordena su prendimiento, a la par que insta a los habitantes de Madrigal a que no la tengan en la villa y anuncia que, en cuanto la capture, ordenará que se case con quien él mandase. El 31 de agosto de 1469, gracias a la ayuda del Arzobispo de Toledo, llega a Valladolid, donde está custodiada por sus tropas y las del Almirante de Castilla —Don Fadrique Rodríguez—. Isabel, siempre sincera con el Rey Enrique IV, le escribe para recordarle lo pactado en Guisando el 8 de septiembre de 1469. El 12 de octubre, le vuelve a escribir para comunicarle su próximo enlace con Don Fernando de Aragón. A ninguna de las dos cartas recibe contestación alguna.

Mientras tanto, se enviaron emisarios a Don Fernando de Aragón quien, con toda la mayor rapidez posible, se desplazó desde Aragón disfrazado de mulero para evitar ser reconocido por las tropas de Enrique IV. El hecho es muy significativo pues, hasta ese momento, Fernando e Isabel no se habían visto aún, lo que suponía una gran emoción.

Fernando tenía once meses menos que ella. Era noble y valiente; ya a los diecisiete años, había dirigido batallas en la guerra que sostenía su padre. Según cuentan, su belleza era admirada y deseada por muchas damas de la época, de tal modo que cualquiera que con él hablase, luego le amaba o deseaba servirle.

Los dos infantes se vieron por primera vez en la noche del 14 de octubre de 1469. Iban acompañando a Isabel el Arzobispo de Toledo y su sobrina, la esposa de Don Juan Vivero. Isabel, vestida con modestia, llevaba al cuello el valioso collar de balajes. Dos horas duró la entrevista y ambos corazones quedaron unidos para siempre, lo que más adelante terminaría uniendo a España.

Fernando e Isabel eran hijos de primos hermanos —sus abuelos, Fernando de Antequera y Enrique III, eran hermanos—, por lo que el papa Pablo II debía otorgarles una dispensa por el grado de parentesco para poder llevar a cabo este matrimonio. No obstante, el Papa no llegó a firmar tal documento, pues no quería enemistarse con los reinos de Castilla, Portugal y Francia. Así pues, allegados al entorno de Isabel, falsificaron una supuesta bula de junio de 1464 por el Papa anterior —Pío II—, a favor de Fernando. En ella, se permitía a Fernando contraer matrimonio con cualquier princesa que tuviera con él un lazo de consanguinidad de hasta tercer grado. Isabel aceptó y se firmaron las capitulaciones matrimoniales de Cervera, el 5 de marzo de 1469.

El miércoles, 18 de octubre de 1469, a las siete de la tarde, se celebraron los esponsales y al día siguiente, 19 de octubre, por la mañana, en la misma casa de Don Juan Vivero, se celebró la unión matrimonial. Antes de celebrar la ceremonia, el Arzobispo de Toledo leyó dos veces en voz alta la Bula de Pío II. Así, Isabel y Fernando quedaron unidos para siempre y ambos se ayuntaron iguales en edad, iguales en gentileza, en estatura de cuerpo, en ingenio, en fortaleza y en antigüedad de sangre real.

Así comenzaba la importancia que traería para España y para el resto del mundo el matrimonio de estos dos jóvenes infantes.

Continúa en Isabel la Católica: Reina grande de España (II).



Fuentes.
  • AZCONA, T. Isabel la Católica. Vida y reinado. Madrid: La Esfera de los Libros, 2002.
  • FERNÁNDEZ ÁLVAREZ, M. Isabel la Católica. Madrid: Espasa Calpe, 2003.
  • Historias de la historia.
  • Isabel la Católica.
  • LISS, P. K. Isabel la Católica. Madrid: Nerea, 1998.
  • MCN Biografías.
  • Mujeres de leyenda.
  • National Geographic España.
  • Parnaso.org.
  • RTVE.lab.
  • RUBIO, M. J. Reinas de España, las Austrias : siglos XV-XVII, de Isabel la Católica a Mariana de Neoburgo. Madrid : La Esfera de los Libros, 2010.
  • SUÁREZ, L. Isabel I, Reina. Barcelona: Ariel, 2000. 
  • UN CARMELITA DESCALZO. Isabel la Católica. Madre de la Hispanidad: Su vida de Santidad. Sevilla: Apostolado Mariano, DL 1987.
  • Wikipedia.

2 comentarios:

  1. Isabel de Trastámara, la gran IMPOSTORA. No decís nada de su sobrina, Juana, la legítima heredera del trono, a quien su tía, con la ayuda de su primo Fernando II de Aragón, le arrebató el trono y la coronaa, en una histroia más de sedición y golpismo típicos de la historia castellana y española.

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  2. Querido "anónimo":

    La sección es "personajes célebres". Cada personaje tiene su "monento" dentro de esta sección. Esta entrada (y su segunda parte) está dedicada a Isabel de Castilla, por tanto, es "su momento". Cuando hagamos la entrada de Juana, ya hablaremos de ella y lo que a ella concierne. Espero que haya aclarado sus dudas.

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